En el corazón verde de Os Ancares, cuatro hombres se enfrentan al desorden del monte no con la urgencia del que tala, sino con la delicadeza del que cuida. Carlos, José Manuel, José Antonio y Víctor —rostros curtidos por la vida y por la convicción de estar haciendo algo más que un trabajo— son escultores de senda, guardianes de un trazado vivo, dibujado con el hilo fino de una desbrozadora que no hiere, sino que respeta.

Bajo sus pasos, la franja del PR-G 159, la Ruta Quintá-Río Donsal, se va abriendo como si despertara de un largo sueño de lluvia, brotes y raíces. No es una poda, es una caricia. El corte es preciso, el gesto respetuoso. Como bien decía Manuel Espiña Gamallo, “o rural non é pasado, é país”. Y este país verde, húmedo y fragante, se honra así: cuidándolo desde la raíz y con conciencia de paisaje compartido.

Cada trazo que limpia el paso revela un cuadro distinto: margaritas silvestres como pinceladas, líquenes como letanías del aire puro, helechos que bordean las veredas como si fueran bordados de una abuela antigua. El musgo no se pisa, se honra. Las cáscaras de los castaños no se arrancan, se contemplan. Y los árboles marcados con señales blancas y amarillas son faros humildes en la espesura, guiando a quien camina sin ruido, como pedía Machado, “ligero de equipaje”.

Víctor, recién llegado de una Barcelona saturada de asfalto y guardias nocturnas, encuentra en Frayán algo que había perdido: el pulso sereno del bosque, la conversación muda de las hojas, la respiración pausada de las raíces. “Isto é outra cousa”, nos dice, con una sonrisa que no necesita traducción. Y tiene razón. Aquí el trabajo no es cifra ni estadística, es alma. Es parte de esas más de 31.500 horas de esfuerzo voluntario acumulado, de un legado que se ha hecho a base de fe, de entrega, de ese “beber a terra cos ollos”, que diría Helena Villar Janeiro.

Hoy hemos caminado con ellos. No todos a la vez —por seguridad—, pero sí con la misma emoción. Cada uno en su tramo, conscientes de que el exceso también puede ser mutilación. Por eso miden, valoran, respetan. Lo aprendieron de la cultura CyN, donde cada intervención se hace como si se tratara del cuidado de un bebé ecológico, donde los paisajes no se explotan, se escuchan.

Bajo estas copas altas que susurran y sobre estas rocas cubiertas de musgo que parecen retener la humedad de los inviernos más crudos, hay una memoria callada que se activa con cada paso. Rosalía de Castro lo intuía: “Ninguén canta como o río cando chora en soidade”. Y aquí, en este sendero esculpido a pulso, el río no llora. Acompaña.

A las instituciones que aún no entienden el valor estratégico y espiritual de este corredor verde, a los mecenas potenciales, a las concellerías cercanas, les decimos: no se trata de “subvencionar”. Se trata de corresponsabilizarse. La vida de un sendero como este garantiza algo más que paso libre: garantiza introspección, salud, turismo sostenible, raíces, identidad.

A los que caminan, a los que siguen este proyecto desde lejos —desde A Coruña, desde Madrid, desde Viena o desde Becerreá— les dejamos aquí un pedazo de lo que se está haciendo con mimo. Para que sigan, apoyen, vengan. Porque como diría Castelao, “hai que sementar cultura para colleitar futuro”.

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